Presentación Navarra en la Historia de Jaime Ignacio del Burgo

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Presentación Navarra en la Historia de Jaime Ignacio del Burgo

Madrid 15 de marzo.- En la tarde de ayer se presento el libro “Navarra en la Historia” de Jaime Ignacio del Burgo.

El acto estuvo presidido por el Ministro de Educación, Cultura y Deporte. Iñigo Méndez de Vigo, que alabo la publicación por su contenido y sus pretensiones, que no son otras que “acabar con la tiranía de la tiniebla y la mitología del nacionalismo”, finalizo diciendo que en los tiempo actuales ponemos nuestras fuerzas en crecer en unidad, valores y principios

La presentación conto con la presencia del periodista Alfredo Urdaci, pamplonica  y buen amigo del autor. Hablo de como del Burgo “batalla de las ideas diariamente, guerrea en sus libros y en la prensa, sin huir de la polémica”, y apunto que el  “tiene citas imprescindibles, que aclara muchas calumnias y mentiras sobre el pueblo navarro”

También acompañó al abogado y escritor en la presentación de su obra su editor, Manuel Pimentel que dijo de él: “es una persona que tiene mucho que decir intelectualmente, y en su libro nos cuenta unas historia que no es fácil y todo un reto: la historia de Navarra”; e indico que “hemos perdido la costumbre de ejercer la defensa de nuestras ideas desde la divulgación, la educación y los libros”.

Seguidamente Jaime Ignacio del Burgo introdujo su libro a los asistentes:

“Allá por el año 1958, cuando era alumno de primero de Derecho en el entonces Estudio General de Navarra, recuerdo que nuestro profesor de Historia del Derecho, Don Ismael Sánchez Bella, al explicar la transición del absolutismo monárquico al régimen liberal en la primera mitad del siglo XIX, se refirió a Navarra con estas o parecidas palabras: “De esta época es la Ley de 16 de agosto de 1841, que acomodó los Fueros de Navarra al sistema constitucional. Los juristas navarros dicen que es una Ley ‘paccionada’, cuya modificación requiere un nuevo pacto entre el Estado y la Diputación. Pero los juristas del Estado sostienen que es una ley como otra cualquier, que puede alterarse e, incluso derogarse por las Cortes españolas. La verdad es que no hay un estudio riguroso sobre esta cuestión”.

Al escuchar estas palabras pensé: “Si algún día me doctoro en Derecho, el tema de mi tesis doctoral será determinar si la ley de 1841 fue o no fruto de un pacto”. No me olvidé de aquel pensamiento. Terminé la carrera y tras dos años de investigación creo haber demostrado que, en efecto, la Ley Paccionada fue la concreción de un pacto entre el Estado y Navarra, que no puede alterarse por ninguna de las partes sin previo acuerdo con la otra. Debí convencer al tribunal de la bondad de mi tesis pues los cinco catedráticos de Historia del Derecho me otorgaron por unanimidad sobresaliente “cum laude”.

Pronto me percaté de que tal conclusión no era pacíficamente aceptada en el seno de la comunidad jurídica española. Conviene recordar que el franquismo había fortalecido aún más el Estado fuertemente centralizado implantado en España desde las Cortes de Cádiz de 1812. No era de extrañar, por tanto, que hubiera quien no estuviera dispuesto a aceptar que una pequeña provincia como Navarra, por más títulos históricos y jurídicos que exhibiera, quedara fuera del alcance de los tentáculos soberanos de la Administración central. Algunos se rasgaban las vestiduras cuando la Diputación de Navarra se presentaba en Madrid exigiendo respeto al carácter paccionado de su régimen. Desde entonces, llevé a cabo una intensa catequesis fuerista en la capital de España. Tarea especialmente oportuna sobre todo en el periodo constituyente donde la inmensa mayoría de diputados y senadores no tenía ni la menor idea del estatus paccionado de Navarra.

El actual régimen foral tiene, pues, su origen en la Ley Paccionada de 1841. En el Convenio de Vergara, que puso fin a la primera guerra carlista en el Norte, el general Espartero, jefe de las tropas de Isabel II, se comprometió a recomendar al Gobierno la conservación de los Fueros navarros, pues la Constitución liberal establecía un régimen centralizado y uniforme para toda la nación. Navarra quedó reducida a la condición de mera provincia, a pesar de que en el “proemio” de las Cortes de Cádiz de 1812 se ensalzó la constitución histórica de Navarra, donde –y cito textualmente– “cuando el resto de la Nación no ofrecía más que un teatro uniforme en el que se cumplía sin contradicción la voluntad del Gobierno, hallaba este un antemural inexpugnable en que iban a estrellarse sus órdenes y providencias siempre que eran contra la ley o procomunal del Reino”.

Pues bien, el Gobierno aceptó la recomendación de su general victorioso y las Cortes aprobaron la Ley de 25 de octubre de 1838 en cuya virtud los Fueros vascos y navarros se confirmaron sin perjuicio de la unidad constitucional.

Los liberales navarros, situados en el bando vencedor, dominaban íntegramente la Diputación y se mostraron inquietos por la decisión de las Cortes. Querían sí los Fueros, pero no en su integridad. Rechazaban, por citar uno de los puntos más relevantes, la restauración de las Cortes estamentales, porque reflejaban la desigualdad inherente a la sociedad del Antiguo Régimen, donde el alto clero y la nobleza unidos vencían al estamento popular. Pero no se negaron a negociar con el Gobierno. Los comisionados de la Diputación instaron la supresión del Virrey, como cabeza visible del absolutismo; del Consejo Real, que ejercía al mismo tiempo las funciones de gobierno y de tribunal supremo; de las Cortes estamentales y de la Diputación del Reino cuya composición era fiel reflejo de aquellas; de la Cámara de Comptos o tribunal de cuentas;  en suma, de todo el entramado institucional del antiguo Reino. Pero a cambio exigieron que el gobierno y la administración de Navarra pasara a ejercerse por una Diputación de siete miembros, elegida por las cinco Merindades, que asumiría las antiguas funciones gubernativas del Consejo y de la Diputación del Reino, lo que incluía la regulación y exacción de los tributos. Asimismo, abogaban por el traslado de las aduanas del Ebro a los Pirineos, que supondría la entrada de Navarra en el mercado común nacional. El Gobierno aceptó las condiciones de Navarra y el pacto alcanzado se formalizó mediante una ley aprobada por las Cortes españolas que se publicó en la Gaceta de Madrid el 16 de agosto de 1841.

Recuerdo que cuando en mi tesis doctoral concluí el relato del final del viejo Reino me embargó una gran tristeza, por más que la aniquilación no hubiera sido total al estar mitigada por el nacimiento del régimen foral.  Resolví entonces que era preciso defender con uñas y dientes su carácter paccionado, porque había quienes lo consideraban como un privilegio inadmisible. No podía imaginar que quince años después una Constitución plenamente democrática, fruto del consenso de la gran mayoría de las formaciones políticas, en su disposición adicional primera proclamaría su amparo y respeto a los  derechos históricos del viejo Reino. Un reconocimiento que abriría la puerta a la restauración del poder legislativo navarro, a la plena democratización de sus instituciones y a la reintegración y amejoramiento de las competencias forales. Todo ello en el marco de un pacto solemne alcanzado en 1982 entre el Gobierno y la Diputación Foral, que sería refrendado por el Parlamento de Navarra elegido por sufragio universal y por las Cortes Generales al que para simplificar denominamos “Amejoramiento del Fuero”. Lo cierto es que durante su vigencia nos hemos convertido en una de las comunidades con mayor grado de autonomía de la Unión Europea y hoy figuramos en el grupo de cabeza de las comunidades españolas en cuanto a nivel de bienestar.

Pero no todo es de color de rosas. Al igual que en la época medieval y en el siglo XIX y XX, en los años sesenta del siglo pasado la violencia volvió a hacer su aparición entre nosotros. Me refiero a la irrupción de la banda terrorista ETA, que prestó cobertura a la pretensión del separatismo de constituir una nación vasca, con inclusión de Navarra, a la que llaman Euzkadi o Euskal Herria. Debo decir que  Constitución también afrontó esta cuestión y en su disposición transitoria cuarta reconoció que sólo el pueblo navarro, y nadie más, puede acordar mediante referéndum la incorporación de Navarra a esa pretendida nación, lo que supondría su conversión en un “territorio histórico” más de la Comunidad Vasca y, por tanto, la pérdida de la práctica totalidad del régimen foral.

A finales del siglo XIX, el político vizcaíno Sabino Arana, fundó el nacionalismo vasco. Era un personaje racista, xenófobo y machista. Fue el inventor de la palabra Euzkadi y aspiraba a la reunión de todos los vascos en un solo Estado independiente. Consiguió gran implantación en las Provincias Vascongadas, sobre todo en Vizcaya y Guipúzcoa. En 1932, durante la II República, Navarra rechazó la integración en un Estatuto vasco-navarro. Desde entonces la integración de Navarra en Euzkadi se convirtió en objetivo prioritario del nacionalismo.

En los años de la transición a la democracia, tras la muerte en 1975 del general Franco, el nacionalismo volvió a la carga con gran fuerza. “Nafarroa Euzkadi da” (Navarra es Euzkadi) era el lema común de nacionalistas, socialistas y los demás grupos o grupúsculos de la izquierda radical. Fracasaron rotundamente.

Pero en nuestros días, el nacionalismo vasco ya no habla de la integración de Navarra en Euzkadi. Parte de la existencia incontrovertible de una nación vasca a la que llaman Euskal Herria, de la que Navarra forma parte inseparable desde la más remota antigüedad. El pueblo de esa hipotética nación tiene como principal seña de identidad un idioma común: el vascuence o euskera. Y si los vascos no constituyen un Estado independiente es porque viven bajo la opresión de España y Francia. De modo que el derecho a decidir ha de ser ejercido conjuntamente por los ciudadanos de los siete territorios que pertenecen de forma inalienable a Euskal Herria, es decir, las tres provincias vascongadas de la Comunidad Vasca, Navarra y los tres distritos vascos del Departamento francés de los Pirineos Atlánticos. El vasco, vascuence o euskera es el elemento identificativo de ese pueblo Y Navarra forma parte esencial del mismo. El derecho a decidir no corresponde al viejo Reino sino al conjunto de Euskal Herria.

Para extender su credo, tanto el denominado nacionalismo vasco supuestamente “moderado” como el aberzalismo radical, no han vacilado en falsear la historia. En el caso de Navarra, las mentiras se difunden y tratan de imponerse hoy desde las propias instituciones navarras. El cuatripartito que por tan sólo un escaño en nuestro Parlamento gobierna actualmente en Navarra, utiliza el vascuence como instrumento de adoctrinamiento político y no duda en practicar políticas coercitivas. La idea es muy simple. Es así que Navarra es vasca, luego forma parte inseparable de Euskal Herria.

Con gran cordura, el Amejoramiento del Fuero estableció que el vascuence sería cooficial en las zonas vascófonas, cuya determinación había de hacerse mediante ley foral. Esta se aprobó en 1986 donde se estableció la actual zonificación con base en criterios lingüísticos racionales y objetivos. En la Merindad de Tudela nunca se habló el vascuence. Y en las Merindades de la Navarra media si alguna vez llegó a hablarse se perdió hace muchos siglos. A pesar de ello, el cuatripartito está empeñado en euskaldunizar toda Navarra, pasando por alto que poco más del 6% de la población utiliza habitualmente el vascuence en sus relaciones personales. Para ello baraja la posibilidad de eliminar la zonificación lingüística y declarar la oficialidad del euskera en toda Navarra, lo que sería manifiestamente inconstitucional.

Por otra parte, cuando en el proceso constituyente la pretensión de integrar a Navarra en Euzkadi no llegó a término, el nacionalismo decidió trasladar el conflicto al campo de la historia. Una batalla muy desigual porque los aberzales cuentan con grandes recursos económicos.

Precisamente para salir al paso de las mentiras aberzales he publicado este libro. Es un hecho incuestionable que todos los pueblos han sentido la necesidad de conocer sus raíces, saber cómo se forjó su personalidad, cómo vivieron sus antepasados, cuáles fueron sus días de gloria y de derrota y quiénes se distinguieron por su dedicación a la política, a la milicia, al arte o a las ciencias para rendir homenaje a cuantos dejaron huella en la conformación de la identidad colectiva.

También es indiscutible que ciertos episodios históricos sirven para apuntalar el orgullo nacional. No es de extrañar que se tienda a mitificar todo aquello que contribuya a reforzar la cohesión de la tribu –utilizando la expresión de aquel gran antropólogo que fue nuestro paisano José Antonio Jáuregui- y a oscurecer los episodios que conduzcan a lo contrario.

Los navarros, por poner un ejemplo, estamos convencidos de que la victoria de las Navas de Tolosa en 1212, que evitó que toda España volviera a caer bajo el dominio musulmán, fue poco menos que una gesta exclusiva de nuestro legendario Sancho VII el Fuerte. El despacho de la presidencia del Gobierno foral en el Palacio de Navarra está presidido por un gran tapiz que no puede ser más expresivo. En él se representa a nuestro gigantesco monarca, pues medía más de dos metros, montado a caballo y blandiendo su temible maza, en el momento de arrollar a la guardia del Miramamolín a quien puso en humillante fuga. Las cadenas del escudo de Navarra dan fe imperecedera de que en las Navas nuestro rey salvó a la cristiandad española en un golpe de audacia y valentía. Como contrapunto, los cronistas castellanos de la época, aunque citan de pasada la acción de nuestro buen Sancho, atribuyen la victoria al genio militar de Alfonso VIII, que pudo así resarcirse de su estrepitosa derrota en Alarcos, donde a punto estuvo de perderse el reino castellano. También los vizcaínos de López de Haro, al servicio de las armas de Castilla, hicieron prodigios de valor en las Navas. Pues bien, a pesar de las exaltaciones propias de cada tribu o bandería, hay un fondo de verdad incuestionable: con más o menos acento castellano, navarro o aragonés lo cierto es que hubo una batalla, la de las Navas, donde los reyes cristianos españoles dejaron a un lado sus diferencias y secundaron la Santa Cruzada predicada, en nombre del Papa, por el arzobispo de Toledo, cuya sede arzobispal desempeñaba otro gran navarro, Rodrigo Jiménez de Rada. Y tampoco hay duda de que la victoria de las armas cristianas acabó definitivamente con el sueño de restaurar el Andalus musulmán.

Los navarros nos sentimos orgullosos de la tierra que nos ha visto nacer. No hay nada de malo en ello siempre que no genere un absurdo complejo de superioridad respecto a los demás pueblos del planeta.

A quien quiera comprobar la veracidad de lo que acabo le sugiero eche una ojeada a los poderosos medios de comunicación del nacionalismo vasco. Después de hacerlo tendrá la sensación de que las vanguardias vasco-castellanas del duque de Alba están a punto de hacer de nuevo su aparición ante las murallas de Pamplona, como ocurriera en 1512, para acabar con la independencia nacional de Navarra. O que la aviación alemana calienta motores para contribuir al aplastamiento de Euzkadi por parte de España arrasando la histórica villa foral de Guernica como sucediera en 1937.

Y a quien quiera profundizar algo más, le recomiendo que visite una ikastola cualquiera, aunque pueda haber algunas excepciones. Saldrá de ella con la impresión de no hallarse en España sino en un país distinto al que, aunque no figure en los mapas, han bautizado con el nombre de Euskal Herria del que dicen existe desde el comienzo de los tiempos y que, si no ha conseguido alcanzar la condición de nación soberana en el concierto internacional, es porque no ha logrado todavía romper las cadenas que la oprimen por la acción genocida y represora de los Estados español y francés. Comprobaría asimismo con asombro que los alumnos de la ikastola creen a pies juntillas que el castellano es una lengua “erdera” –o extranjera– pues el idioma nacional de Euskal Herria no es otro que el vascuence o euskera. Y si tuviera tiempo de echar un vistazo a los libros de texto de historia comprobaría cómo Navarra aparece en ellos como si fuera raíz y tronco de la nación imaginaria, sometida a Castilla que aplastó su conciencia nacional.

Hay jóvenes vascos y navarros que están absolutamente convencidos de que en 1936 España invadió Euzkadi o Euskal Herria y que si hoy Navarra está separada del conjunto vasco se debe a la feroz política represiva del general Franco y a la imposición de los poderes fácticos –la Corona y el Ejército–, que en los años de la transición a la democracia en España impidieron su incorporación a la régimen autonómico vasco.

No es de extrañar que después de semejante adoctrinamiento surgieran jóvenes decididos a luchar por la liberación de su patria y a formar parte de la “vanguardia” del pueblo vasco en lucha por su libertad, con el convencimiento de la legitimidad de la violencia terrorista frente a la tiranía.

Y es que el nacionalismo vasco de todo signo, moderado o inmoderado, democrático o revolucionario, pacífico o violento, parece haber hecho suya la consigna que se atribuye al dirigente comunista chino Mao, responsable de la esclavitud de su pueblo, cuando ordenó a sus seguidores: “¡Corromped la historia!”.

¿Qué se puede hacer ante esta situación? En mi opinión hay que darle la vuelta a la supuesta consigna de Mao y proclamar: “¡Restaurad la historia!”. Porque se pongan como se pongan, digan lo que digan, escriban lo que escriban, mientan lo que mientan, los hechos históricos prueban la incuestionable españolidad del País Vasco y de Navarra.

Como ya he dicho, hoy en Navarra se libra una batalla cultural sin precedentes. En ella se juega el porvenir de nuestra tierra. Estoy convencido de que, a pesar de todo, no lograrán borrar las huellas de nuestra historia aunque en el País Vasco lo hayan conseguido en gran medida después de casi cuarenta años de régimen nacionalista apuntalado por la actuación de ETA, que desde el comienzo de nuestra democracia se encargó de hacer el trabajo sucio.

Pero en Navarra no lo lograrán.

Y es que las viejas piedras del monasterio de Leyre –y las de Iranzu, la Oliva, Fitero, Irache y tantas otras- nos recordarán siempre que Navarra nació a la historia del hermanamiento entre la cruz y la espada, pues hubo un tiempo en que la fe y la libertad estaban estrechamente vinculadas y se unieron para salvar España; la campana de Roldán en Ibañeta nos hablará de la gesta de nuestros antepasados en Roncesvalles, que más tarde será punto de partida de esa senda de universalidad cristiana y española que es el camino de Santiago; las cadenas arrancadas en las Navas por nuestro rey Sancho serán prueba perenne de la solidaridad de Navarra con el resto de los pueblos de España, siempre que ha estado en juego el ser o no ser de nuestra patria; el palacio real de Olite nos transportará a uno de los momentos de mayor esplendor cultural del viejo reino, aunque en alguna de sus estancias quizás se nos aparezca la triste figura del Príncipe de Viana y lamentemos con él la división fratricida de agramonteses y beamonteses de la que los muros derruidos de la fortaleza de Maya serán su último testimonio; la Sala de la Preciosa de la Catedral de Santa María la Real de Pamplona, donde celebraban sus sesiones las viejas Cortes hoy renacidas democráticamente en nuestro Parlamento foral, darán testimonio silente de cómo la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla en 1515 fue de igual a igual, lo que permitió a los navarros implicarse hasta el extremo en las empresas comunes de la monarquía española, forjadora de nuestra nación; ante el castillo de Javier sentiremos el aliento de Francisco, el más universal de los navarros, elevado a los altares junto a aquel gran vasco universal, Iñigo de Loyola, después de haber puesto al servicio del Papado esa gran Compañía de soldados de Cristo que tuvo al menos en su inicio un acento marcadamente español; el monolito de Noáin dedicado a los “afusilados” en la guerra de la Independencia frente a la tiranía de Napoleón volverá a hablarnos del heroísmo y sacrificio del pueblo navarro, que se echó al monte secundando la llamada del alcalde de Móstoles después de la explosión patriótica del heroico pueblo de Madrid en aquel memorable 2 de mayo de 1808; en Tierra Estella y en la Sierra de Urbasa todavía escucharemos el eco de la carlistada de Zumalacárregui, que al frente de sus voluntarios vascos y navarros trató inútilmente de sentar a quien consideraba rey legítimo de España en el trono de Madrid; y, por último, bajo el monumento a nuestros Fueros, levantado en 1898, que se yergue majestuoso frente al Palacio de Navarra, nos reafirmaremos en la necesidad de luchar por la libertad, que se conquista día a día con el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio de todos en armoniosa convivencia con el resto de los pueblos de España y del mundo entero.

Estoy seguro de que quien lea las páginas de este libro, sin orejeras ni ideas preconcebidas, llegará a la conclusión de que desconectada de España no hay historia navarra, pero que sin la contribución de Navarra, los españoles nos quedamos también sin historia.”

NAVARRA EN LA HISTORIA

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